Hace un par de semanas murió Ron Taylor. Oceanógrafo de la estirpe de Jacques-Yves Cousteau aunque sin gorro rojo o grandeur. Marido de la no menos admirable Valerie Taylor, su compañera así en la vida como en el mar. Ambos se condujeron con intransigencia frente a los tejedores de leyendas. Afeaban la conducta de quienes al olor de la fama exhiben cresta. Como si bucear con tiburones fuera el colmo del heroísmo. Reconocidos fotógrafos, habían trabajado en un documental necesario, Blue sea, white dead (1971). Que no les engañe el título o el truculento tráiler. Se trata de un vigoroso ejemplo de película de aventuras que embruja por su emoción sin farsa. Una declaración de amor al animal totémico aderezada con un potente ejercicio de contención melodramática. Donde se explica el poder de las mitologías a partir de su inexorable tala. Sus protagonistas comienzan en modo Ahab, persiguiendo en un trasunto del Pequod a un monstruo infernal, devorador de hombres, bestia inmunda. Acaban de rodillas ante la sugestión de un pez cartilaginoso de entre cuatro y seis metros que aparece y desaparece como un fantasma enajenado de los estúpidos chismes colgados de su aleta caudal. O sea, lo contrario a la bazofia con la que diversos canales descuartizan su fama, dale que te pego a la matraca asesina cuando hablamos de un bicho fascinante. Peligroso, claro, no es cuestión de dulcificar a una criatura temible. Hace falta que la corrupción de lo políticamente correcto haya emponzoñado tu cerebro para acudir al recurso fácil, tonto, de presentar al animal como un ser bondadoso, o maligno, amigo de los niños, o enemigo, con fobias, filias y caprichos de coco algodonoso o alegre junta cadáveres. La realidad, menos poética, nos arrastra con fuerza por caminos sorprendentes. Hay que estudiar la conducta social del tiburón blanco, con algunos individuos desplazándose y cazando juntos. Su eficaz sistema de señales. Su naturaleza inquisitiva, siempre curiosos ante lo que los rodea. El que muerdan los motores de las lanchas, los barrotes de las jaulas, no por instinto asesino, sino porque los desorientan, o excitan, los minúsculos impulsos eléctricos que emiten los metales. Aparte, no todos los jaquetones tienen el mismo carácter. Ni comen lo mismo, como demostraría un estudio reciente: algunos ejemplares jamás abandonan la dieta de peces mientras otros depredan mamíferos marinos incluso antes de alcanzar la madurez. No sabemos cuánto vive ni dónde se reproduce o qué hace cuando, un suponer, emigra desde California al denominado Café del tiburón blanco, en mitad del Pacífico. Tampoco conocemos su número, aunque el censo de la Costa Oeste de Norteamérica arroja unas cifras ridículas:apenas 219 ejemplares repartidos entre las islas Guadalupe, en Baja California, y el Triángulo Rojo, con vértices en la bahía de Monterrey, las islas Farrallón y Bodega. Inquietantes al tratarse de una población casi endémica, que no se mezcla con sus primos sudafricanos o australianos, ni siquiera con los de Sudamérica.
Ron Taylor fue el primer hombre en filmar a un tiburón blanco, tanto de día como de noche; también el que primero lo grabó sin la protección de una jaula. En 1974, junto a Valerie, asesoró a Steven Spielberg durante el rodaje de Jaws, que propagó el lema de “el mejor tiburón es el tiburón muerto”. ¿De verdad, mami, los tiburones cazan bañistas por sport? ¿Vuelven y revuelven a la playa tras su primer surfista? Ja. Si tras probar la carne humana, tras descubrir nuestra torpeza, se aficionaran a la manera de tigres o leopardos, moriríamos a cientos. Pero ya saben, en nombre de la ficción, las palomitas o sus musas, los artistas tienen bula para contar mentiras, tralará. Campeón de pesca a pulmón libre, Taylor regresó un día a la playa asqueado de la escabechina. Colgó el arpón. Ya no quería liquidar “a esas pobres, indefensas criaturas marinas“. Se hizo cámara submarino. A fuerza de talento y ganas contribuyó a inventar una profesión. De ahí que el millonario Peter Gimbel, aburrido de perder dinero en Wall Street y glorioso tras filmar los restos del Andrea Doria, lo reclutara para su proyectado documental sobre el Gran Blanco. En aquel barco viajaban tipos tan recomendables como Peter Matthiessen. Cómo estarían de perdidos, qué endeble sería el armazón intelectual de la época al respecto, que durante su viaje filmaron en Sudáfrica a los balleneros… demasiado lejos de la costa. Convencidos de que su quimera aparecería si colocaban las cámaras junto a los cachalotes abatidos en alta mar. Tras varios semanas, deprimidos, helados o medio ahogados, seguían sin comprender que necesitaban dirigirse hacia las colonias de focas, hacia las playas. No todo fue estéril. Rodaron entre altivas tintoreras y tiburones oceánicos. Las imágenes, sugerentes, son también tristes: de la segunda especie nos hemos cepillado desde entonces algo así como el 90% del censo. Pregunten a los chinos. Su gula de aletas. Pescamos entre setenta y cien millones de tiburones cada año. ¿Y España? Bien, gracias: una potencia mundial en pillaje oceánico y matanzas de tiburones. Con las manos vacías, el equipo abandonó Sudáfrica. Navegó entre Mozambique y Madagascar, rumbo a las Cómoro, donde habitan tiburones sarda y tigre, no blancos. Finalmente Taylor recordó a su amigo Rodney Fox. Él sabría donde buscar. Antiguo rival de pesca submarina, Fox sobrevivió en 1963 al ataque de un enorme tiburón blanco. Para reconstruirlo fueron necesarios casi 500 puntos. Ya en Australia, en Dangerous Reef, llegó el jaquetón. Dos ejemplares. El más grande se enredó con los cables. Casi hunde una jaula e inspiró el celebre episodio de Jawsque implicaba a Richard Dreyfuss y su dosis de estricnina. La escena fue rodada por los Taylor con un doble, eljockey Carl Rizzo, a fin de distorsionar las proporciones. Spielberg quería un tiburón gigante. No bastaba con el ejemplar de cuatro metros que encontraron. No importó que según los récords rara vez sobrepase los seis. Créanme: un tiburón de seis metros es enoooorme. Insuficiente para Hollywood, suponemos, de modo que en la película medía ocho.
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