jueves, 25 de febrero de 2016

La media anual de ataques mortales en Australia ha sido históricamente de 0,4. Ciento cuarenta y cuatro desde 1700 hasta 2011.


Uno al año en las últimas dos décadas. En 12 meses, uh, cinco. O la mitad de los que ha habido en el mundo durante el mismo periodo. Concentrados en el mismo territorio. En un radio de menos de mil kilómetros de la ciudad de Perth. Con buen juicio, las autoridades descartaron colocar redes, habituales por ejemplo en Nueva Gales del Sur. Había que intensificar las patrullas aéreas. Alquilar más helicópteros. Redoblar las guardias. Nadie, excepto la prensa, repetía la teoría del tiburón asesino. Reincidente. Psicópata o similar. Se especuló con el inusual tráfico de barcos cargados de ovejas que parten desde Nueva Zelanda. Algunas mueren y son arrojadas al agua. Esto atraería a los grandes tiburones. Idea atractiva pero, mmm. Diversos experimentos han demostrado que el tiburón blanco prefiere el sabor y la grasa de los mamíferos marinos, más abundantes desde que se promulgaron leyes de protección en los setenta. Sigue a las ballenas en sus habituales rutas migratorias. Bah. Siempre hay canallas dispuestos a solicitar la caza del/los supuesto/s devorador/es, aunque insisto en que excepto en casos muy puntuales el tiburón nunca se convierte en un devorador de hombres. Si lo hiciera, casi el 100% de los ataques terminarían con  la persona en su estómago. Aparte, es complicado buscar al tiburón culpable, aunque sea por venganza. Transmisores vía satélite colocados a Nicole cerca de la isla Dyer, en la región sudafricana de Gansbaai, muestran que viajó hasta Australia en tres meses. Medio año después el zoólogo Michael Scholl confirmaba que Nicole estaba de vuelta en Sudáfrica. O sea, hoy ataco aquí; mañana nado a 100 kilómetros de distancia. Y la única forma de saber si es el animal que buscas es matándolo y rajándole el vientre. Otro detalle: decenas de millones de personas acuden cada año al oeste de Australia. Su número se ha multiplicado desde los noventa. Muchos intrépidos abandonan las playas habituales en busca de destinos agrestes, idílicos, solitarios. Donde no hay patrulleras, helicópteros, socorristas o médicos. Ah, la aventura.

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