sábado, 27 de febrero de 2016

en EE.UU. hay tiburones blancos. Su captura está prohibida.


 El Gobierno tampoco permite redes antitiburones, que diezman las poblaciones de escualos… y ballenas, delfines, tortugas, peces espada, atunes, incluso orcas. Ha reducido las (de por sí rarísimas) muertes por ataque de tiburón a mínimos históricos gracias a que informa y educa, emplea a miles de personas para velar por la seguridad, establece protocolos en caso de accidente, cronometra el tiempo de reacción de los servicios de emergencia, etc. Qué me dicen del caso chileno, otro territorio frecuentado por el tiburón blanco, donde el porcentaje de muertes es mucho mayor que en EE.UU. ¿Son más feroces los jaquetones australes? Mejor busquen la diferencia California/Chile en los socorristas, los médicos, las guardias, o su ausencia. Aunque algunos oportunistas farden como valedores de la ciudadanía, lo cierto es que operan con prácticas carroñeras. Una cosa es lamentar las muertes de personas, horribles, y hacer lo posible porque no vuelvan a suceder, y otra, bien distinta, burlarse de los ecologistas con el sambenito del animalismo chocheante y ordenar la deforestación, vaciado o fusilamiento de cuanto nos asusta. Quienes actúan así desacreditan la validez de los datos y aprovechan campanas para vender como benévola una gestión fraudulenta. Al gobernador Barnett le sobra con acunar titulares en armas y una opinión pública aterrorizada. ¿Zampado por un Carcharodon carcharias? No mames, güey. Es infinitamente más probable que mueras en tu coche, caminito del paseo marítimo, con la tabla de surf incrustada en el cráneo. Que te parta un rayo o te toque la lotería. O ahogarte. Van Sommeran, fundador y director de Pelagic Shark Research Foundation, paraSmithsonian: “La gente tiene que aceptar los términos que impone el medio al que acuden a disfrutar. Hay ríos con cocodrilos y bosques con serpientes venenosas, y hay tiburones en el agua. Tienes que ajustar tu comportamiento al lugar, no al contrario (…). Si removemos el estatus de protección de cualquier especie que vaya en contra nuestra nos quedaremos sin osos, leones y tigres muy pronto“.
Mal precedente, revocar leyes en vigor desde 15 años y abrir la escotilla a operadores privados, gustosos de sacar tajada de la caza del tiburón; trabajarán en contra de una hipotética rectificación. La decisión, alimentada por la desgraciada concatenación de unos sucesos azarosos, nutrida por las sagradas corrientes del dinero, complace a los que alardean de realistas. Sostener que los tiburones son una plaga es la quintaesencia del embuste televisado. La escabechina la defienden los del usted no lo cantaría si devorase a su hija. A su hija recién nacida, aterida, llorosa y sola, se relamen. Los duros. Lo del esto lo arreglo yo poniendo el huevamen sobre la mesa. Los del qué fácil lo suyo, no diría lo mismo si tuviera que nadar en una playa donde hay tiburones, cuando al menos servidor sí lo hace, pues el blanco habita la Costa Este de EE.UU., de Cape Cod o Nantucket a Florida; también el Mediterráneo, por cierto, especialmente el estrecho de Messina, el litoral de Malta, el Adriático y las costas de Túnez y Libia. O al menos era así antes de transformarse en vertedero. Matarlo es una decisión política, en el peor sentido, para un problema, el de la convivencia con el de una fauna salvaje acorralada, que exige prudencia. El ventilador propagandístico opera mediante códigos ajenos a la ciencia; el desdichado rodeo por Perth, suma de tragedias, contextualiza nuestro homenaje a Ron Taylor, fallecido mientras sus paisanos acusan de señoritos de agua dulce a los biólogos. Investido en 2003 con la Orden de Australia, el más alto honor civil del país, Taylor había nacido en marzo de 1934 y su trayectoria es la de un tipo inteligente. Comprendió a tiempo que es insostenible una naturaleza transformada en granja de infinitos recursos o coto de matarifes. Enganchó a millones al respeto por el medio marino. Suyas fueron las grandes campañas para salvar la Gran Barrera de Arrecife. Frente a los documentalistas mercenarios, encantados de posar como tarzanes, fue un hombre prudente, consagrado a pasar a limpio la belleza del mundo. Hijo de fotógrafo, contrajo matrimonio con Valerie en 1963. Un año antes había rodado su primer documental submarino. Imagino que estaría angustiado con los ataques de los últimos meses. Conocía bien la deriva milenarista, mesiánica, que podían seguir en manos de chamanes sin escrúpulos. Tampoco era un ingenuo. Durante la grabación de Blue water, white dead un tiburón oceánico le golpeó en la cabeza y a punto estuvo de ahogarse. En 1972 resbaló de la cubierta de un barco y cayó entre un grupo de tiburones blancos a los que acababan de cebar con medio caballo. Seamos serios. Una poderosa razón para engancharse a los tiburones es que, sí, pueden matarnos. Su hálito misterioso, las profundidades donde vive, lo irrestible de temer a una fiera a la que deseas bien aunque preferirías no encontrar hambrienta. Morir en la boca de un jaquetón o un tigre de Siberia, o en los anillos de una pitón reticulada, no parece el sueño de nadie. Pero necesitamos que existan para seguir soñando. Quién quiere reducir la naturaleza a un jardín de bonsáis. Si penetras sus dominios asume el riesgo, por lo demás mínimo, al menos en el caso del gran blanco. Un poco mayor si tu propósito es remontar a nado el río Mara mientras saludas a los cocodrilos. Rebelarse contra el tópico del tiburón demoníaco fue el mantra de Taylor. Había que protegerlo porque nos jugamos la supervivencia de los ecosistemas, la nuestra, por más que nos creamos, ingenuos, enajenados del planeta, independientes u omnímodos. Ante la cacería patrocinada en Australia tendríamos que cabrearnos si no queremos legar un mundo de mierda. Saqueado. En llamas. Expoliado hasta el chasis. Ni siquiera domesticado o sometido, sino esterilizado, donde el recuerdo de las grandes criaturas del mar, la tierra o el viento sea guano histórico, pasto de museos, epitafio. Los tiburones no son heraldos del mal sino criaturas fascinantes. Adornadas con los cinco sentidos habituales más la información que le proporcionan las ampollas de Lorenzini para detectar campos eléctricos y una línea lateral que les permite conocer los cambios de presión y movimientos en el entorno (como nuestro oído interno, pero a lo bestia). Los tiburones, el tiburón blanco, engendraron el mito de Jonás, al que los antiguos denominaban pez perro y cuyos dientes, encontrados en la arena, tomaban por lenguas de dragón. Cuentan que la primera narración de la historia de un ataque de tiburón es de Herotodo. El lobo feroz del cuento es más interesante que las habladurías. En Samoa lo adoran y en otras islas del Pacífico se le tenía por un animal benefactor al que mejor no enojar. Algunas especies no han sido descubiertas hasta mediados de los setenta y con más de 400 distintas encontrarán habitantes del mar abierto y la costa, gigantes y enanos, especialistas en vivir bajo los hielos boreales y dueños del arrecife, tranquilos comedores de plancton, viajeros perpetuos. Tampoco podemos asegurar la supervivencia del tiburón blanco con programas de cría en cautividad. El acuario de Monterrey ha sido el único capaz de exhibir ejemplares, siempre crías o, a lo sumo, preadolescentes, y siempre ha tenido que soltarlos a los pocos meses: acaban negándose a comer o se estrellan contra el vidrio del tanque una y otra vez o atacan a sus vecinos. Debemos defenderlo antes de que la autoridad competente y el odio a lo desconocido o incontrolable decrete su exterminio. Taylor recordabaque “los tiburones ignoran a la gente. No son nuestros amigos ni nuestros enemigos“. Quizá sea el hecho de que ni siquiera en caso de atacarnos los mueva otra motivación que la ciega supervivencia, ese pasotismo, o su reverso, la pura curiosidad, lo que irrita a algunos. Imposibilitados para articular un relato libre de antropocentrismo demenciado. Incapaces de asumir que ni creados a imagen de ningún ente barbudo ni plato de gusto del tiburón ni centro de nada excepto, tal vez, de un ego enfermo.

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