Mi tiburón no había llegado solo. Porque el regalo central había sido el Temerario: un muñeco articulado llamado Joe. A pesar de lo caro que era, fue un juguete popular en la década de 1970. La Barbie de los varones: músculos, barba de felpa, manos de goma y distintos accesorios, según cuál fuera su profesión aventurera. Muchos chicos tenían el soldado; el mío era buzo. Con arpón, zunga de plástico azul, patas de rana... y tiburón de goma.
Era hueco el tiburón. Flotaba: un defecto, aunque pronto le descubrí un agujerito en la boca entreabierta (así la tiene siempre esa especie). Por ese agujerito se llenaba de agua, y entonces sí se hundía, aunque quedaba panza arriba, como muerto.
Yo corría en círculos por la piletita hasta hacer un remolino; entonces salía y tiraba el tiburón a la corriente de ese maelstrom, sin saber la palabra maelstrom, sin saber nada de la caza de tiburones, apenas cuidando que el mío nadara en círculos para que después Joe cayera justo detrás. Entonces, el temerario Joe lo perseguía sin descanso con su arpón.
El arpón se perdió primero. Después las patas de rana. Después Joe se quedó sin manos y, más tarde, sin un brazo completo. Pero yo seguí jugando con él. (Hace poco leí en la web que si un juguete de Toy Story muriera, el niño humano no lo sabría; los demás juguetes verían cómo el niño sigue jugando con el cadáver).
Como el Andy de Toy Story , al crecer guardé mis juguetes en una caja de cartón. Para entonces, Joe vestía un traje de gimnasia que mi abuela –habilísima con la Singer– le había confeccionado a medida.
Hace unos años, de visita en lo de mis padres, quise mostrarle a mi mujer los restos fósiles de mi infancia. Bajé la caja del estante más alto del ropero. Cuando saqué al Temerario, lo encontré desmembrado: su brazo y sus piernas, sueltos, apenas se mantenían junto al cuerpo por la ropa que le había hecho mi abuela. Las banditas elásticas que articulaban al muñeco se habían secado y cortado.
El tiburón blanco estaba igual.
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