Viajaba como mochilero. Tenía 26 años, el pelo más largo, 10 kilos menos y ganas de elegir mi propia aventura.
En México, ya había saltado irreflexivamente de un bote –sin arpón, más temerario que mi Temerario– para ver de cerca una sábana negra de dos plazas que se había mostrado unos segundos fuera del océano, cerca de Puerto Ángel (Oaxaca).
No pude reencontrar la mantarraya en el agua oscura; la repentina conciencia de que ella sí podría encontrarme a mí me hizo volver enseguida al bote, que había quedado lejos.
Más tarde, en Campeche, había probado el pan de cazón. El cazón es una especie local de tiburón, que se guisa entre capas de tortilla de maíz, con frijoles negros, cebolla y salsa de tomate con chile habanero, una salsa picante capaz de suspender el sabor de todo lo anterior. Así es al principio: recién cuando uno se acostumbra al chile descubre el verdadero abanico de sabores de la cocina mejicana.
También había bajado por Guatemala hasta Honduras, y vuelto a subir hasta Belice para conocer unas islas minúsculas, los cayos. Fue ahí, en Caye Caulker, donde hice una excursión para bucear con tiburones.
El barco nos llevó a un corredor poco profundo del arrecife, donde un grupo de tiburones se congregaba en las aguas transparentes del Caribe. No se parecían a mi tiburón blanco. Estos eran oscuros –posiblemente Ginglymostoma cirratum : tiburón nodriza o tiburón gato–, de un metro y medio o dos, como mucho.
Su forma inconfundible y el contoneo de su nado imponían respeto. ¿Quién se zambulliría primero? Yo ya había escarmentado con la mantarraya, así que esta vez esperé. Por supuesto, los primeros en entrar al agua fueron los guías.
Ni primero ni último, me metí en el agua con snorkel y patas de rana. Primero sin acercarme mucho al lugar donde el grupo de tiburones era más denso. Contento ya con verlos dentro de su mismo medio. Más maduro que algunos meses antes. Más cagón también, lo que es casi lo mismo. En todo caso, más seguro. Al menos hasta que algo me tocó el hombro. Debajo del agua.
Era uno de los guías. Me señaló, justo detrás de nosotros, a un tiburón de buen tamaño. El silencio del agua: nunca hubiera adivinado que uno se me había acercado tanto. El guía me tomó de la muñeca y llevó mi mano hasta el costado del animal.
Abrí los dedos y acaricié el flanco: una resbalosa capa de grasa, aunque debajo de esa viscosidad mis yemas alcanzaron a percibir una piel lisa y árida a la vez. Era algo parecido a tocar mi tiburón de goma tras habérmelo olvidado por algunos días en la piletita de lona. ¡Hasta dónde hay que viajar para recuperar algunas sensaciones!
No hay comentarios:
Publicar un comentario